En los años 60, el biólogo americano Norman Borlaug creó, mediante técnicas de mejora vegetal selectiva, una variedad enana de trigo que emplea la mayor parte de su energía en producir granos en vez de tallos. Este trabajo le llevaría a ganar el premio Nobel de la Paz en 1970, y junto con el de otros muchos científicos, forma parte de lo que hoy conocemos como la primera Revolución Verde. En la revolución verde se utilizaron varios tipos de tecnologías que incluyen modernos proyectos de irrigación, pesticidas, fertilizantes sintéticos nitrogenados y otras técnicas de mejora genética vegetal. Los resultados fueron obvios: desde la década de 1960 hasta la de 1990, el rendimiento del arroz y el trigo en Asia se duplicó. Aunque la población del continente aumentó un 60%, los precios de los cereales bajaron, el asiático medio consumió casi un tercio más de calorías y la tasa de pobreza se redujo a la mitad. Actualmente, las Naciones Unidas prevén que en 2050 la población mundial crecerá en más de 2.000 millones de personas. La mitad nacerá en el África subsahariana, y otro 30% en el sur y sudeste asiático.
Necesitamos otra revolución verde.
Sin embargo, si algo hemos aprendido en las últimas décadas es que las técnicas que tanto éxito tuvieron en su momento no han sido precisamente lo mejor para el planeta. El uso intensivo de fertilizantes y pesticidas ha contribuido a la degradación del suelo y la contaminación del agua. La adopción de monocultivos, centrados en unas pocas variedades de alto rendimiento, y la erosión genética asociada a los procesos de selección de los cultivos, han provocado la pérdida de biodiversidad y una mayor susceptibilidad a plagas y enfermedades.
La revolución también exarcebó las desigualdades sociales, ya que los pequeños agricultores tuvieron dificultades para acceder a las nuevas tecnologías, lo que creó disparidades en las prácticas agrícolas. La expansión de las tierras agrícolas para aumentar la producción ha contribuido a la deforestación y a cambios en el uso de la tierra. La Segunda Revolución Verde representa un esfuerzo contemporáneo por mejorar aún más la productividad, la sostenibilidad y la resistencia de la agricultura mediante la integración de tecnologías avanzadas, innovaciones científicas y prácticas sostenibles. Y aquí es donde entra en juego la agrigenómica.
En términos sencillos, la agrigenómica es un campo de investigación aplicada que se centra en la comprensión y aplicación de la información genética para mejorar diversos aspectos de la producción agroforestal y ganadera. Los macrodatos y la tecnología desempeñan un papel crucial, ya que proporcionan las herramientas y la infraestructura necesarias para gestionar, analizar y extraer información de grandes cantidades de datos genéticos, agrícolas y forestales. Con la llegada de las tecnologías de secuenciación del ADN de alto rendimiento (high-throughout DNA sequencing), la capacidad de descifrar toda la composición genética de los cultivos está a nuestro alcance.
Esta afluencia de datos genómicos, combinada con herramientas bioinformáticas avanzadas (por ejemplo, pipelines de análisis de datos), permite a los investigadores identificar genes clave asociados a rasgos deseables como el rendimiento, la resistencia a enfermedades y la tolerancia al estrés. Además, las tecnologías de agricultura de precisión, que incluyen sensores, drones e imágenes por satélite, permiten recopilar datos en tiempo real sobre la salud de los cultivos, las condiciones del suelo y los factores medioambientales. Toda esta información nos permite optimizar las prácticas agroforestales, incluido el uso preciso y selectivo de fertilizantes, pesticidas y recursos hídricos en función de las características genéticas de los cultivos. También podemos investigar el papel de microorganismos como las bacterias y los hongos del suelo, para promover la salud del suelo, el ciclo de los nutrientes y las interacciones planta-microbio; o utilizar técnicas tradicionales de mejora genética, junto con herramientas modernas como la selección asistida por marcadores, para desarrollar cultivos con características mejoradas como un mayor rendimiento, mejor contenido nutricional y mayor resistencia a enfermedades.
En definitiva, la agrigenómica se alinea con los principios agroecológicos al proporcionar herramientas para comprender y aprovechar la diversidad genética y la adaptabilidad de los cultivos y el ganado. Estos conocimientos contribuyen al desarrollo de sistemas agrícolas resilientes, eficientes en el uso de los recursos naturales y sostenibles desde el punto de vista medioambiental, que dan prioridad a la biodiversidad, la adaptación local y la reducción de la dependencia de productos químicos nocivos.