Fin de semana. Cena de amigos en casa y tú con el lavavajillas estropeado. Llega el momento de la sobremesa (después de haber fregado los platos a mano) y aprovechas para plantear una pregunta “¿qué es lo que más valoráis a la hora de comprar un lavavajillas?”
Ésta es una de las situaciones donde queda claro que el lavavajillas es un elemento que existe porque hay un servicio que genera su demanda, es decir, si no hubiera vajilla que limpiar, difícilmente existiría un elemento dedicado a su limpieza que repercute en “liberar nuestro tiempo”, por lo que debe estar diseñado específicamente para satisfacer con garantías y calidad el propósito para el que ha sido concebido.
Hay quien nos dirá que, para la nueva compra, valoremos el precio (un producto económico puede resultar tentador para el bolsillo) mientras que otros nos aconsejarán que evaluemos las últimas tendencias al respecto (un lavavajillas “de diseño” puede incorporar una tecnología de limpieza puntera) pero ¿son estas las únicas opciones a barajar para la compra? Incluso puede que haya quien nos aconseje que busquemos la incorporación de criterios de ecodiseño para que nuestra elección se dirija hacia los modelos que, por ejemplo, incorporen materiales reciclados… ¿cuál será éste entonces el criterio más importante?
Todas las opciones anteriores resultan atractivas, está claro, pero he de reconocer que, si yo estuviera en la cena, mi consejo se dirigiría hacia la compra de un lavavajillas que sea eficiente. ¿Por qué? A ver si os convenzo:
- Es un elemento con el que se va a convivir mucho tiempo y que consume energía y agua, por lo que el hecho de que ese consumo sea lo más bajo posible resultará muy importante, repercute en nuestro bolsillo.
- ¿Crees que un precio sorprendentemente bajo asegura que no se haya reducido costes disminuyendo la robustez? Que al menos te inquiete este aspecto, quizás pagando un poco más te asegures una mayor vida útil del electrodoméstico (y de la vajilla si el proceso de limpieza es mejor).
El término eficiencia, de acuerdo a la RAE, implica la “capacidad de disponer de alguien o de algo para conseguir un efecto determinado”. Esta definición, que parece atemporal y absoluta, en realidad es un término que debe mutar y adaptarse al contexto particular de cada momento de la historia, y el que nos toca ahora no es baladí. Actualmente, la eficiencia implica que ese “efecto a conseguir” aglutine todas las necesidades que el contexto actual nos obliga a satisfacer.
Un lavavajillas debe ser capaz de limpiar la vajilla correctamente, con bajo consumo eléctrico y de agua (puntos críticos en la sociedad actual) y con un tiempo de vida útil razonable para el electrodoméstico, lo que garantizará que el consumo de recursos sea sostenible.
¿Y si ahora asociamos este símil a la carretera?
La carretera existe para cubrir la necesidad de la sociedad de transportar bienes y personas desde un punto A hasta un punto B. Todos, al igual que sucedía con el lavavajillas, deberíamos querer una carretera eficiente… ¿no?
La carretera, como infraestructura, tiene su propio impacto ambiental (asociado a sus materias primas, sus procesos de fabricación, …), pero también tiene influencia en el impacto asociado al consumo de los vehículos que la transitan, a la siniestralidad, al confort, al estado de los vehículos, a la conectividad de distintas zonas… Por lo tanto, no debería importar invertir más recursos y esfuerzos al principio si posteriormente se obtiene un rédito de los mismos y el balance global es positivo (tanto desde el punto de vista ambiental como económico).
Una carretera en buen estado (eficiente) puede llegar a disminuir el consumo de los vehículos que la transitan hasta en un 5 % (EAPA). Como infraestructura, la construcción y conservación de una carretera durante 30 años representa menos del 1 % de las emisiones de CO2 de los vehículos que la transitan (EAPA).
Entonces, ¿por qué no es tan evidente el concepto de eficiencia en la carretera como lo es en un electrodoméstico?
En el caso del lavavajillas, es el usuario el que elige y se costea el lavavajillas, paga el agua, la electricidad, el detergente, la sal, el abrillantador, la vajilla, las reparaciones … todo está en su mano y bajo su criterio. Sin embargo, en el caso de la carretera, es la Administración, con todos los condicionantes que sufre, la que gestiona y decide las actuaciones sobre la infraestructura. A mayores, se da el condicionante de que los ahorros obtenidos en la correcta gestión de las infraestructuras son visibles a medio-largo plazo y los ahorros de combustible quedan diluidos en muchos pequeños ahorros en los conductores, difícilmente cuantificables. Puede que sea esta la razón por la que la Administración no percibe un beneficio real inmediato, o quizás no les resulta excesivamente atractivo teniendo en cuenta la presión electoral y presupuestaria a la que se encuentran sometidos … El dinero sale igualmente del bolsillo del usuario, si bien la decisión ya está condicionada por otros elementos de gran complejidad.
Es necesario ayudar a las Administraciones, desde todos los sectores involucrados en el transporte rodado, a entender que estamos en una carrera de larga distancia, ayudar a interiorizar el concepto de eficiencia, y a evaluar los problemas considerando el conjunto global de sistema de transporte como un todo y no evaluar de manera individual los múltiples subsistemas independientes que lo componen.
La variable ambiental se ve mejorada gracias a una buena conservación de las carreteras y la variable económica también, desde un punto de vista global e incluyendo a todos los agentes involucrados, no lo olvidemos.
Dice el refrán que “nunca es tarde si la dicha es buena” así que empecemos a actuar cuanto antes.
Alberto Moral y Laura Pablos
- ¿En qué pensar al invertir en infraestructuras? - 18 octubre 2018