Me había negado a comenzar diciendo aquello de que “los edificios consumen el 40% de la energía y producen el 36% de las emisiones de gases de efecto invernadero”, pero es que la frase de marras es una muy buena base para empezar a escribir acerca de edificios y energía. Lo cierto es que, no siendo nadie ajeno al insostenible consumo de energía, emisiones de CO2 y otros contaminantes, y sus tendencias todavía demasiado tímidamente esperanzadoras, un 40% es mucho, mucho más de lo que nos podemos permitir.
Intentando buscar las razones, es más que evidente que llega un momento en que la arquitectura se descontextualiza, pierde su conexión con el entorno y la naturaleza, y el estilo llamado “internacional” aboga por una arquitectura válida para cualquier lugar, donde las máquinas resuelven aquello que el diseño no ha resuelto. Pero el año 1973 se encargó de dar un baño de realidad, y una crisis sin precedentes hizo que apareciesen las primeras leyes sobre energía y se concienciase sobre su uso. Terminada la barra libre de energía, llegaba la hora de pensar en cómo reducir el consumo, pero sin penalizar el confort (a todos los niveles).
En ese momento, tras los efectos de esa gran crisis, la arquitectura tuvo una gran oportunidad de reinventarse e introducir en sus principios (sean los Vitrubianos o los de Le Corbusier o cualesquiera que fundamenten el ejercicio proyectual de cada uno) la eficiencia energética. Dice Sigfried Giedion (Space, Time, and Architecture, 1941) que “la arquitectura se compenetra íntimamente con la vida de una época en todos sus aspectos (…) En cuanto una época trata de enmascararse, su verdadera naturaleza se transparentará siempre a través de su arquitectura”.
Así, en mi humilde opinión, el último cuarto del s. XX se caracterizará por la convivencia extraña de un trío mal avenido: entre un movimiento de arquitectura de revista totalmente ajeno a la evidencia de que los recursos energéticos son limitados; el ladrillo indiscriminado (la burbuja da para más de un post), también ajeno; y un movimiento que ha estado buscando en los orígenes de la arquitectura su esencia, buscando adaptarse al clima haciendo a su vez uso de los recursos tecnológicos más avanzados. Los dos primeros (y otros muchos factores, no culpemos solo a la construcción) hacen que la crisis de 1973 resurja hoy –quizás nunca se ha ido– en lo que llamamos “pobreza energética”, que se ha instaurado como una lacra que afecta a sectores de la sociedad que no parecían tan vulnerables en los años dorados de la burbuja.
Y, siendo realistas, con una tasa de nueva construcción baja por necesidad, y con un parque edificado que adolece de las consecuencias del trío de arriba, hace que la rehabilitación energética sea una de nuestras mejores “armas” en la lucha contra el cambio climático, y a su vez, una de las bazas del sector, tan duramente castigado en la actualidad. Pero el problema radica en el “agnosticismo” instaurado sobre los ahorros energéticos, que todavía no se entienden como un beneficio económico, social y medioambiental. Es, por tanto, nuestra responsabilidad (léase aquí la de los técnicos del sector de la construcción) el cuantificar y valorizar estos beneficios, para que instituciones financieras, instituciones públicas, empresas del sector y muy especialmente los usuarios, demanden la eficiencia energética en los edificios no como un extra, sino como algo que debe venir de serie.
En CARTIF llevamos muchos años trabajando en el sector de la rehabilitación energética y, muy especialmente, en cuantificar y valorizar los ahorros energéticos para que puedan ser una garantía tanto económica como social. Así, proyectos como OptEEmAL, de los que ya hemos hablado con anterioridad en este blog, trabajan capturando todo el conocimiento que hemos generado estos años en el desarrollo de metodologías de evaluación y buscan ofrecer herramientas que den soporte a este cambio de paradigma: desde la instauración del trabajo colaborativo y la compartición de riesgos durante el diseño y la ejecución de estos proyectos, hasta el soporte en la toma de decisiones a todos los actores involucrados a través del uso de herramientas de modelado y simulación.
Y, con todo ello, no buscamos más que recuperar el protagonismo de la eficiencia energética como mecanismo de proyecto en la arquitectura, que quizás harían a Vitrubio reformular sus principios como “firmitas, utilitas, venustas et navitas efficientum”.
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Aunque algo antiguo, buen artículo Miguel Angel. Por suerte en estos años han evolucionado más las técnicas y legislación referente a la rehabilitación energética en edificios. Saludos