Dime lo que comes… y te diré si es bueno para el planeta

Dime lo que comes… y te diré si es bueno para el planeta

Cada vez somos más conscientes de los alimentos que consumimos, del aporte nutricional que tienen y del impacto que nuestros hábitos de compra y consumo tienen sobre el planeta. O así debería ser.

La comida que consumimos, es decir, nuestra forma de alimentarnos, contribuye de un modo u otro a nuestra salud, pero también a la salud del planeta dejando una huella climática. Concretamente, los alimentos contribuyen al efecto sobre el calentamiento global a través de su cultivo, de cómo se han criado los animales, de cómo se han almacenado, procesado, envasado y transportado estos alimentos a los distintos mercados de todo el mundo.

La manera actual de producir comida para alimentar a la población mundial está afectando de manera muy significativa a los ecosistemas terrestres y marinos, contribuyendo así al evidente cambio climático. No se trata de ser alarmista, pero sí de tomar conciencia con una realidad que ya está aconteciendo y a la que debemos hacer frente.

El pasado 8 de agosto, se ha publicado un informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de la ONU (IPCC, 107 expertos de 52 países) con el nombre de “El Cambio climático y La Tierra”. En este documento las cifras hablan por sí solas y revelan que el sistema alimentario actual -en el que se incluye cultivo, cría de animales, transformación, envasado y transporte- es el responsable del 37 % del total de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) que se generan anualmente, y que las pérdidas y el desperdicio de alimentos colabora, además, con un 8-10 % de la suma total.

Las consecuencias de estas emisiones están directamente relacionadas con el aumento de la concentración de CO2 en la atmósfera, el incremento de la temperatura del planeta, los desastres climatológicos o la subida del nivel del mar, que se traducen en una clara amenaza sobre la calidad y cantidad de los cultivos actuales. Por tanto, está en riesgo el aseguramiento de alimentos para la población, para los habitantes del planeta, para todos nosotros.

Es necesario, por tanto, abordar los riesgos que ya están presentes y reducir las vulnerabilidades en los sistemas de producción y distribución de la comida y la forma de gestión del suelo.

De acuerdo con los datos del informe del IPCC, el cambio climático afectará a la seguridad alimentaria limitando el acceso a determinados alimentos, reduciendo la calidad nutricional y aumentado sus precios. Los efectos serán mucho más marcados en los países con bajos recursos.

Las medidas que se derivan del Informe están enfocadas a limitar el calentamiento global a 1,5 ºC en lugar de 2 ºC, y, sin embargo, esta diferencia de medio grado es crucial sobre los efectos en el suelo, en las especies marinas y en los ecosistemas, así como sobre los beneficios que esto aportaría en la naturaleza para todos los humanos; pesca, suministro de agua y aseguramiento de comida, además de la salud, seguridad y crecimiento económico.

Para limitar el incremento de la temperatura, se requiere de una reducción en las emisiones de CO2 y otros GEI en un 45 % para 2030 (respecto a los niveles de 2010) y lograr cero emisiones para 2050. Esto requiere de un profundo cambio y una rápida actuación en la reducción de dichas emisiones en todos los sectores (energía, tierra, ciudades, transporte, edificios, industria) por lo que es necesaria una mayor inversión en la aplicación de nuevas estrategias.

Con el enfoque puesto en estas acciones encaminadas a la adaptación y mitigación del efecto del cambio climático, en el informe se indican como mejores oportunidades; un cambio urgente de dieta para conseguir una reducción en las emisiones de GEI ligadas con la producción de alimentos, una mejora en los sistemas de producción de carne y vegetales para reducir el consumo de energía y agua que actualmente se utiliza y, una reducción, hasta conseguir su completa eliminación, de las pérdidas y el desperdicio alimentario.

Lo que se entiende como una dieta saludable y sostenible incluye alimentos que tienen una menor huella de carbono, por lo que dicha dieta estaría fundamentada en el consumo de vegetales, legumbres, cereales, frutos secos y semillas como alimentos esenciales y alimentos de origen animal producidos en sistemas resilientes, sostenibles y de baja emisión de GEI.

En el informe se indica expresamente que, en la actualidad, los sistemas de cría de animales para producir carne y derivados demandan más cantidad de agua y suelo y generan mayores emisiones de gases comparados con los de producción de cereales y semillas. Este efecto es mayor en los países desarrollados donde la cría se realiza de manera intensiva y se insta a producirlos de manera sostenible.

En el estudio realizado por Poore & Nemecek (2018) también se evidenció que el impacto ambiental de la producción de alimentos de origen animal excede al de la producción vegetal, poniendo de manifiesto la necesidad de reformular las prácticas que se llevan a cabo en esta actividad. También pusieron de manifiesto que, aunque los productores son una parte vital de la solución a este problema, su habilidad para reducir el impacto ambiental es limitada. Estos límites se traducen en que un mismo producto puede tener un mayor impacto que otro nutricionalmente equivalente y por ello, también en su estudio instan a un cambio en el patrón de la dieta.

La necesidad de adaptar nuestra dieta a los límites de los aspectos de sostenibilidad es evidente y, tanto se considera así, que el IPCC se refiere a ellas en su informe como “dietas de baja emisión de gases de efecto invernadero”.

Las dietas de baja emisión de gases de efecto invernadero (GEI) son dietas balanceadas que requieren menos agua y menos uso de la tierra y causan menos GEI. Se trata de dietas con más alimentos a base de granos, legumbres, frutas, verduras, frutos secos y semillas y alimentos de origen animal producidos de manera sostenible

Otras acciones encaminadas a la diversificación de los sistemas alimentarios que se proponen en el informe en relación a la forma de generación de alimentos son: la implementación de sistemas de producción integrados, la mejora de recursos genéticos, sistemas agrícolas más inteligentes e integrados, mejores prácticas de producción ganaderas y la reducción del uso de fertilizantes. Todas ellas, con la finalidad de reducir el impacto ambiental mediante una mejor gestión del suelo como estrategia para lograr un aprovechamiento sostenible y, por tanto, una producción alimentaria de calidad.

En cuanto a la reducción del desperdicio de alimentos, está dirigida a frenar la necesidad de producir más y, por tanto, a reducir la sobreexplotación del suelo y el consumo de agua y fertilizantes a base de nitrógeno, la deforestación de zonas para convertirlas en suelo agrícola y, en el ciclo en el que estamos actualmente, las cosechas de baja calidad, más pobres en nutrientes y que conllevan una previsible subida del coste de los cereales.

No existe una única solución si no la suma de muchas y diversas acciones.

Necesitamos replantear nuestro actual sistema alimentario y encontrar nuevas soluciones para alimentarnos en un planeta que sigue creciendo. Estamos ante el reto de encontrar soluciones efectivas para producir alimentos de manera sostenible. La forma en que producimos los alimentos importa, por tanto, importa la forma en que seleccionamos lo que vamos a comer, puesto que puede colaborar con la mitigación del cambio climático y con la reducción en la presión que estamos ejerciendo sobre la tierra.

Lo que comemos tiene una historia que contarnos… y esa historia, nos hace responsables y cómplices de esos efectos. Es importante dar un paso adelante en nuestra dieta y comenzar a pensar en lo que comemos más allá del aspecto hedónico, ya que nuestras acciones de consumo afectan a la capacidad productiva del suelo y, por tanto, a la calidad de lo que se produce e incluso al valor nutricional de los alimentos. Por otra parte, la concienciación con una dieta más sostenible, además de colaborar en la mitigación de los efectos del cambio climático, probablemente ofrezca unos efectos positivos en la salud a medio plazo.

La acrilamida tiene un ‘COLOR’ especial

La acrilamida tiene un ‘COLOR’ especial

De los creadores de “Lo que no mata, engorda, o es pecado” y “Ya no sabe uno qué comer” aparece “¡cuidao, si te gusta lo tostao!” y “Pesadilla en la cocina, hay acrilamida en tu comida”.

Desde hace años, se sabe que la acrilamida es una sustancia tóxica presente en el humo del tabaco y en procesos industriales como la fabricación de papel, la extracción de metales, la industria textil, la obtención de colorantes y otros procesos como aditivos cosméticos o el tratamiento de agua potable y aguas residuales. Lo que nadie se podía imaginar era que ese mismo compuesto aparece de forma natural cuando se cocinan alimentos como patatas fritas, café, galletas, churros, rebozados, etc.

El hallazgo de acrilamida en alimentos se produce a partir de un estudio realizado en Suiza en 2002, a cuyos investigadores estaremos eternamente agradecidos que no se hicieran los suecos ante los resultados obtenidos. Según los expertos, la acrilamida se convierte en el cuerpo en un compuesto químico llamado glicidamida, que causa mutaciones y daños en el ADN que podrían iniciar un proceso canceroso. Pero aquí no acababa la cosa, el siguiente varapalo fue la confirmación de que esta se forma en lo que conocemos como Reacción de Maillard entre aminoácidos y azúcares reductores, responsable de aportar un característico sabor, olor (debido a sustancias como los furanos) y un bonito “bronceado” a los alimentos (consecuencia de la aparición de unos pigmentos denominados melanoidinas). Por esta razón, el color puede ser una guía muy práctica sobre la formación de acrilamida en los alimentos.

A continuación, se resume la evolución del tema de la acrilamida según la opinión de expertos y distintas autoridades en materia de seguridad alimentaria:

Agencia Internacional de Investigación sobre el Cáncer de las Naciones Unidas (IARC): la clasifica como probable cancerígendo en los seres humanos (lo que corresponde a la clasificación 2 A). Por esta razón, las autoridades recomiendan que la exposición a ella sea la mínima posible.

Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación y Organización Mundial de la Salud: admite que existen muchas dudas acerca del mecanismo de acción la acrilamida como la estimación de las ingestas máximas recomendadas o cómo se han extrapolado los datos obtenidos en animales a humanos. Insisten especialmente en la necesidad de mayor investigación en temas como los riesgos asociados en humanos, cuantificación de acrilamida en dietas distintas a las europeas e identificar la rapidez del cuerpo humano para neutralizarla. En 2009 publica un código de prácticas para su reducción en alimentos (enlace). En el portal FAO/OMS ‘Acrylamide Information Network’ se localiza una gran cantidad de información sobre la acrilamida.

Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA): aunque no hay evidencia en seres humanos, señala que la acrilamida podría ser genotóxica y cancerígena. Estima necesario que se realicen más estudios. En el siguiente enlace se puede consultar toda la información publicada por la EFSA relacionada con la acrilamida desde el 2002. Food Drink Europe publica un documento que se conoce como ‘caja de herramientas’ con buenas prácticas para reducir acrilamida en algunos alimentos procesados: Acrylamide Toolbox 2013.

Comisión Europea: el 20 de noviembre de 2017 se publica el Reglamento (UE) 2017/2158 por el que se establecen medidas de mitigación y niveles de referencia para reducir la presencia de acrilamida en los alimentos. El Reglamento establece medidas de mitigación obligatorias para las empresas alimentarias (industria, catering y restauración). Mencionar que por el momento son niveles de referencia pero todo apunta que en un futuro se convertirán en límites máximos.

Agencia Española de consumo, seguridad alimentaria y nutrición: se encuentra en plena campaña de información para disminuir la exposición de acrilamida entre los consumidores y concienciar a la población sobre los riesgos para la salud de la acrilamida. El lema de la campaña: ‘Elige dorado, elige salud’. En este vídeo y este documento se pueden encontrar recomendaciones para controlar la formación de acrilamida cuando cocinamos en casa.

Sin duda, el tema de la acrilamida seguirá dando mucho que hablar durante los próximos años. En CARTIF, acabamos de lanzar el Proyecto COLOR: “Reducción de acrilamida en alimentos procesados” aprobado en la convocatoria FEDER INTERCONECTA 2018. En dicho proyecto, las empresas GALLETAS GULLÓN, CYL IBERSNACKS y COOPERATIVA AGRÍCOLA SANTA MARTA unirán esfuerzos para alcanzar los siguientes objetivos:

  • Reducir acrilamida en productos galleteros y patatas fritas.
  • Obtener aceites de oliva capaces de contrarrestar la formación de acrilamida en alimentos procesados.
  • Poner a punto un método analítico indirecto para cuantificar acrilamida de forma más rápida, sencilla y económica respecto a los métodos analíticos convencionales a través de la medición del COLOR de los alimentos.

En el Proyecto contamos con la colaboración del Instituto de Ciencia y Tecnología de Alimentos y Nutrición (ICTAN-CSIC) y el Grupo de Investigación, Calidad y Microbiología de los alimentos (GRUPO CAMIALI) de la Universidad de Extremadura.

¡Espera!… ¿qué suena de fondo? Parece el nuevo éxito de Gianni Bella “si de acrilamida ya no se muere, algo de color se perderá…”

¿Comerías insectos?

¿Comerías insectos?

La entomofagia, o ingesta de insectos, ya no es nada nuevo para nadie. Las dietas a base de insectos y artrópodos están plenamente aceptadas en muchos países, sobre todo sudamericanos, asiáticos y africanos desde tiempos inmemorables. Incluso para algunos expertos gourmets constituyen una verdadera delicatesen, por la que llegan a pagar precios muy elevados. Existen mercados de insectos comestibles a precios prohibitivos en ciudades como Nueva York, París, Tokio, México o Los Ángeles y ya algunos de los más célebres cocineros internacionales los incluyen en sus distinguidos menús.

Y es que no tienen ni una pega, nutricionalmente hablando. Son un alimento equilibrado y saludable, con alto contenido proteico, rico en aminoácidos esenciales. Son una importante fuente de ácidos grasos insaturados y quitina, además de tener vitaminas y minerales beneficiosos para nuestro organismo.

Sin embargo, es cierto que estos ‘bichos’ han captado en los últimos meses la atención de los medios, instituciones de investigación y miembros de la industria alimentaria. ¿Y por qué ahora?

Los expertos aseguran que los insectos pueden proporcionar gran parte de las calorías necesarias, en países donde el consumo de determinados alimentos es limitado. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) prevé que la población mundial aumente en 2050 hasta alcanzar 9.700 millones de personas, un 24% sobre las cifras de población actual, y existirá una mayor necesidad de surtir de comida al planeta. Por tanto, también es una solución que podría ayudar a reducir los niveles de hambre en el mundo.

Por otro lado, la agricultura y la ganadería, tal y como las conocemos hoy en día, son actividades primarias que emiten grandes cantidades de gases de efecto invernadero. En comparación, la cría de insectos se puede producir con niveles más bajos de emisiones de gases de efecto invernadero y consumo de agua. Es decir, que la incorporación de estos nuevos ingredientes a nuestra lista de la compra puede también mejorar la situación del planeta frente al cambio climático, contribuyendo también al proceso de economía circular, puesto que los insectos pueden alimentarse de desperdicios agroalimentarios.

Quizá sean estas razones las que han hecho que nos paremos a pensar, además de la entrada en vigor el 1 de enero de 2018 del Reglamento (UE) 2215/2283 que incluye a los insectos dentro de la categoría de ‘nuevos alimentos’, lo cual es un gran paso que simplifica el proceso de autorización.

Pero, si son tantas las ventajas de consumir insectos ¿por qué no se hace de manera habitual en España y en muchos otros países occidentales?

Porque, dejando a un lado los temas legislativos, existe un rechazo emocional y cultural a incluirlos en nuestros platos. Dicho de otra manera, que nos dan un poco de asco.

Así lo demuestra un experimento pionero mediante cata a ciegas de alimentos preparados con insectos y monitorizado con herramientas neurocientíficas, que se ha desarrollado en el contexto de los proyectos GO_INSECT y ECIPA, dos innovadoras iniciativas relacionadas con la cría de insectos para alimentación como fuente de proteína alternativa y sostenible. CARTIF participa en el primero de ellos, un Grupo Operativo Supra-autonómico, que cuenta con el apoyo financiero del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación. En este proyecto colaboran junto a CARTIF la Federación Española de Industrias de Alimentación y Bebidas (FIAB), Insectopia2050, la Universidad de Zaragoza, el Centro Tecnológico AITIIP y la Federación Aragonesa de Cooperativas Agrarias.

Esta cata a ciegas ha servido para demostrar que no es el sabor lo que no nos gusta de la ingesta de insectos, sino el aspecto, la apariencia, saber lo que son, o ser conscientes de que vamos a comer algo que normalmente nos da grima ver en el suelo, ¡imagínate en el plato!

¿Cómo se desarrolló el experimento?

28 personas participamos en la cata, que tuvo lugar en la Facultad de Veterinaria de Zaragoza, mientras se registraba la actividad electrodérmica. Previamente, se nos advirtió que los productos que íbamos a tomar podían contener lactosa, gluten, frutos secos, crustáceos y/o insectos.

Se sirvieron cuatro platos con insectos en su composición (dos aperitivos, una pasta y un postre), y un quinto plato sin insectos que sirvió de base de comparación. En tres de los que contenían insectos, éstos se incluían procesados y no se apreciaban directamente a la vista. En el cuarto, los insectos eran fácilmente reconocibles.

Todas estas opciones fueron cuidadosamente elaboradas y testadas de manera previa para evitar que una deficiente preparación pudiera distorsionar su evaluación.

Gracias a la tecnología de la empresa Bitbrain, se midieron las diferentes respuestas sensoriales, tanto al visualizar los alimentos como al comerlos. Al finalizar, evaluamos en una encuesta individual el grado de satisfacción con respecto a cada elaboración.

¿Y cuáles fueron los resultados?

La respuesta emocional no consciente a los tres platos que contenían insectos en su composición de forma no visible entraba dentro de los parámetros normales a la cata de platos sin insectos en su composición (muy similar al impacto que produjo el plato de control). Es decir, que el hecho de que un plato contenga insectos no tiene por qué influir negativamente en el sabor y tampoco se detecta a nivel fisiológico.

Por otro lado, el impacto emocional de los participantes al degustar el insecto entero (pequeñas larvas secas de Tenebrio molitor o gusano de la harina) fue mucho más alto que en el resto de platos. Incluso, el impacto emocional fue mayor durante la visualización que durante la ingesta. Es decir, que lo que produce ese impacto es el conocimiento de saber que lo que tenemos delante es un insecto, no tanto el consumo en sí.

A nivel consciente, la nota media otorgada a los platos en los que los insectos se incorporaban procesados como harina, fue de un 7,6. Únicamente un participante no aceptó probar el plato en el que se veía el insecto entero. Los que se animaron en la cata, le otorgaron un 5,9 de nota media.

Tras conocer que todos los productos que habíamos probado contenían insectos manifestamos que no tendríamos problemas en volverlos a comer una segunda vez. Solo uno de los participantes confirmó en la encuesta que no compraría productos que hubieran sido alimentados con insectos.

Así que, al menos, debemos darles una oportunidad, aunque sea enmascarados. Más de 2.000 millones de personas ya los incorporan dentro de su dieta, así que una cuarta parte de la población mundial no puede estar equivocada.

La ingesta recomendada del dulce consenso

La ingesta recomendada del dulce consenso

El pasado mes de julio, la EFSA publicó un protocolo con el objetivo de marcar la estrategia a seguir para la recopilación de datos que servirán para la elaboración de una Opinión Científica que establezca el nivel máximo tolerable de ingesta de azúcares. Parece un poco enrevesado, pero es que el tema, que a priori parece sencillo, tiene tela… Dejadme explicaros por qué.

Multitud de tweets e imágenes aparecen a menudo en las redes sociales mostrando la cantidad de azúcar que tienen ciertos alimentos procesados. Asociaciones como sinazucar.org lo promueven activamente desde hace tiempo. Vamos, que este tema no es para nada nuevo. La novedad es la publicación por parte de la EFSA de un protocolo en el que se marca la estrategia a seguir en la recopilación de datos científicos previa a la publicación de la Opinión Científica sobre el nivel dietético de referencia de ingesta de azúcares para la población europea que tiene previsto publicar la EFSA.

Este documento representará una actualización de la Opinión Científica publicada en 2010 referente a los valores dietéticos de referencia para azúcares, carbohidratos y fibra (EFSA NDA Panel, 2010ª). Hasta 2010 no se observaron evidencias concluyentes que relacionaran un efecto de los azúcares sobre la densidad de micronutrientes, la respuesta de la insulina a la glucosa, el peso corporal, la diabetes tipo 2 o la caries dental suficientemente significativo como para establecer límites de ingesta máxima tolerada, ingesta adecuada o ingesta de referencia de azúcares. Después de 2010, han sido varios los organismos que han publicado recomendaciones; sin embargo, bastante dispares entre ellas. Por ejemplo, la Organización Mundial de la Salud recomienda reducir el consumo de azúcares libres a lo largo del ciclo de vida, al menos un 10%, tanto para los adultos como para los niños. Una reducción por debajo del 5% de la ingesta calórica total produciría beneficios adicionales para la salud. Ahora, la EFSA se propone evaluar la base científica que ha surgido desde 2010 hasta la actualidad y revisar si existe evidencia nueva suficiente como para establecer un nivel dietético de referencia.

Esta petición a la EFSA, que proviene de las autoridades competentes en materia de nutrición y salud de 5 países europeos (Dinamarca, Finlandia, Islandia, Noruega y Suiza), no sólo dará respuesta a la necesidad de actualización de la evidencia existente, sino que también constituirá un acto de consenso de términos referentes a los azúcares presentes en los alimentos. Actualmente, cada uno llama, etiqueta y entiende el contenido en azúcar de los alimentos de manera diferente, hecho que dificulta el estudio de la bibliografía, del etiquetado de los alimentos y el establecimiento de conclusiones sobre la relación causa-efecto y de recomendaciones para la población. Algunas compañías únicamente expresan el contenido total en azúcares en el etiquetado nutricional de sus alimentos, otros consideran que lo realmente importante es conocer el contenido en azúcares “añadidos”, mientras que otros reclaman consenso para etiquetar y hacer recomendaciones sobre los azúcares “libres”. ¿Conoces la diferencia entre los tres términos?

  • Azúcares totales: todos los mono y disacáridos que forman parte de un alimento, sea cuál sea su origen.
  • Azúcares añadidos: todos los mono y disacáridos que no forman parte del alimento de forma natural, sino que han sido añadidos durante su procesado, ya sea por parte del fabricante, el cocinero o los consumidores.
  • Azúcares libres: todos los mono y disacáridos excepto aquellos que de forma natural forman parte de frutas o verduras enteras (ya sean intactos, secos o cocidos).

Es decir, que todos los azúcares añadidos son azúcares libres, pero no al revés. La diferencia clave entre azúcares añadidos y azúcares libres radica en que los azúcares libres también contemplan los azúcares que están presentes de forma natural en la miel, los jarabes, los jugos de fruta y los concentrados de jugo de fruta; mientras que los azúcares añadidos no los contemplan. Como azúcares libres no se incluyen los presentes de forma natural en frutas y verduras enteras puesto que no existe evidencia de que éstos tengan un efecto adverso para la salud. Dicho de otro modo, los azúcares libres serían sinónimo de azúcares totales en todos los alimentos excepto en frutas y verduras enteras.

¡Un caso práctico que nos ayude a aclarar este embrollo, por favor! Por ejemplo, los azúcares naturalmente presentes en un zumo de zanahoria en brick sí se contemplarían como azúcares libres; mientras que los azúcares naturalmente presentes en unas zanahorias baby envasadas en atmósfera modificada listas para consumir, no se contemplarían.

Actualmente en Europa, la mayoría de empresas etiquetan sus azúcares en forma de azúcares totales. EEUU fue el primer país en 2016 en establecer una normativa para obligar a declarar en el etiquetado de todos los alimentos el contenido en azúcares añadidos. Por otro lado, el organismo de salud canadiense recientemente ha publicado un documento en el que propone etiquetar los alimentos ricos en azúcares, grasas saturadas y sodio como “alimento alto en…”. En el caso de los azúcares, propone que esta declaración se incluya en todos los alimentos que contengan azúcares libres (no sólo añadidos), de forma que esta norma afecta también a los zumos y purés de frutas y verduras; mientras que únicamente quedan al amparo de esta declaración obligatoria los lácteos y frutas y verduras enteros.

Ni que decir tiene que, si esta falta de consenso afecta al buen entendimiento entre profesionales y expertos en materia de nutrición, más aún confunde al consumidor. Por lo que además de esta tarea de equiparación de términos clave para establecer recomendaciones de ingesta y normas de etiquetado comunes, también son necesarias campañas de educación y comunicación al consumidor sobre la interpretación del etiquetado nutricional de los alimentos.

Desde CARTIF, estamos comprometidos con la divulgación de la educación al consumidor en cuestiones de nutrición y alimentación por lo que nos mantendremos atentos a la publicación de la Opinión Científica de la EFSA y por supuesto, os informaremos de sus conclusiones de una forma clara y comprensible.

Trashcooking: la economía circular de los alimentos

Trashcooking: la economía circular de los alimentos

Primero fue el “Realfooding” y ahora aparece el Trashcooking. Los anglicismos están llegando a nuestras cocinas y a nuestras mesas, ¿será una cuestión de glamour? Las croquetas, la lasaña o la ropa vieja ya son parte de la historia y han dado paso al trashcooking o cocina de aprovechamiento “de cabo a rabo”, que, ya puestos a dejarnos abrumar por los anglicismos, podríamos llamar cocina “from nose to tail”.

El trashcooking es el nuevo concepto para denominar a la antigua ley de “la comida no se tira” de nuestras abuelas, o lo que actualmente podría denominarse “la economía circular de los alimentos” en cualquier artículo de una revista de I+D+i. Es decir, reutilizar las sobras de una comida para elaborar otra o aprovechar los restos de un ingrediente para elaborar una nueva receta. Algunos ejemplos de toda la vida son los canelones o croquetas con la carne sobrante del cocido, el puré elaborado a partir de las verduras que el niño no quiso tomarse la noche anterior o la colorida y dulce macedonia elaborada con las frutas a punto de echarse a perder del frutero.

Actualmente el trashcooking, especialmente en verduras, pero también en pescados y carnes poco cotizados, está poniendo a prueba los conocimientos y las técnicas de los mejores chefs para crear platos exquisitos en los que todo se aprovecha y nada se tira. Esta forma de proceder cada vez cuenta con mayor respaldo tanto de los pesos pesados de la alta cocina que apuestan por la sostenibilidad a través de la creatividad, como de los consumidores.

Esta increíblemente beneficiosa iniciativa para el medio ambiente, lo sería mucho más si comenzara a ponerse de moda en todos los hogares europeos ya que hasta 88 millones de toneladas de alimentos se desperdician cada año en la UE. Ironías aparte, si los anglicismos van a servir para conseguir una mayor concienciación en evitar el desperdicio de alimentos, bienvenido sea el trashcooking.

Estas cifras resultan alarmantes cuando las valoramos sobre el total: el 20% de los alimentos producidos en la UE se acaba echando a perder. Se desperdician alimentos durante todas las fases de la cadena alimentaria, desde la producción agrícola hasta el consumo final. Sin embargo, es en los hogares (53%) y en el proceso de transformación (19%) donde más desperdicio de alimentos se produce.

De media, un ciudadano europeo tira a la basura 173 kilos de alimentos al año. Con los Países Bajos a la cabeza de la lista (541 Kgs de desperdicio por habitante al año) y Eslovenia como el país que mejor gestiona la utilización de alimentos (72 Kgs de desperdicio por habitante al año). España se sitúa por debajo de la media (135 Kgs) ocupando el puesto 17 de la lista de un total de 27 países. No obstante, aún hay mucho camino por recorrer en la mejora de la gestión de los alimentos. (Datos del Eurobarómetro y FAO. Estimaciones de 2010).

Y no es la acumulación de desperdicios en sí la única responsable del daño al medio ambiente, sino que desperdiciar alimentos también supone un uso innecesario de recursos escasos como la tierra, el agua y la energía. Por cada kilogramo de alimento producido se arrojan a la atmósfera 4,5 kg de dióxido de carbono (CO2).

Ante esta situación preocupante, el Parlamento Europeo está proponiendo medidas para reducir esos 88 millones de toneladas de desperdicios de alimentos en un 30% para 2025 y en un 50% para 2030. Entre sus propuestas destacan facilitar las donaciones de alimentos -permitiendo exenciones de IVA- o hacer hincapié en la necesidad de poner fin a la confusión de los consumidores entre las etiquetas de consumo preferente y de fecha de caducidad.

En CARTIF llevamos años trabajando en proyectos de economía circular, a través de la revalorización de los sub-productos de la ganadería, de la agricultura y de la industria y su utilización en la elaboración de otros componentes de valor añadido que puedan ser usados en alimentación humana, animal, cosmética, generación de energía, etc. Ahora es tu turno, tú eres el encargado de practicar trashcooking en tu cocina y ayudar a nuestro medio ambiente.

Flores comestibles; realfooding con glamour

Flores comestibles; realfooding con glamour

Perfectas para decorar, regalar, perfumar, infusionar… ¿y por qué no para comer? Hace unos días hablábamos sobre Realfooding o “comida real”, una iniciativa que, afortunadamente, está tomando posiciones en las redes sociales y en las mesas de muchas casas. Para aquellos que necesiten un poco más de variedad, color, sabor o simplemente impacto visual en sus preparaciones culinarias de comida real, hoy os traemos este post en el que os explicamos cómo utilizar este máximo exponente del Realfooding.

La florifagia o utilización de flores como parte de nuestra gastronomía, data de hace siglos. Concretamente es conocida la utilización de la flor de calabaza en México, las violetas en la cultura romana, o el uso de los pétalos de rosa para decorar los postres más típicos de la India. En España esta práctica no ha sido tan común, aunque quizás sin saberlo ya las estemos usando en nuestra cocina pues la coliflor, la alcachofa, el brócoli y la manzanilla se consideran flores.

Actualmente se han puesto en boga gracias a chefs internacionales que las van introduciendo en sus creaciones, de forma que ahora no nos resultaría raro encontrarnos como entrante de un menú alcachofa asada perfumada con flor de ajo rosa, como plato principal un lingote de cordero confitado con flor de patata o un helado de violetas como postre. ¡Y qué buena idea! Porque las flores, además de conferir a los platos una gran variedad de colores, sabores y aromas diferentes, mejorando sus características organolépticas, también ayudan a incrementar el valor nutricional del plato.

Las flores son vegetales, con un contenido de agua superior al 80% y por ello tienen un valor energético bajo, pero con un elevado valor nutricional, pues aportan vitaminas como A, C, riboflavina o niacina; y minerales como calcio, fósforo, hierro y potasio. Incluso se las ha considerado alimentos funcionales, pues contienen sustancias bioactivas como  compuestos fenólicos, carotenoides o antocianinas con propiedades antioxidantes.

Existen más de 55 especies de flores comestibles conocidas, con multitud de aplicaciones y utilidades a nivel culinario, tanto en ensaladas y sopas como acompañando carnes blancas y rojas, pescados, pastas y arroces o en postres. Por ejemplo, de la amapola se utilizan sus semillas para aromatizar productos de pastelería y sus pétalos para vinos y aceites; el crisantemo confiere diferentes colores y sabor amargo a ensaladas y salsas; o el jazmín, de color blanco y sabor dulce, utilizado en platos de aves y pescados. Eso sí, todos ellos Realfooding 100%

Pero ¡cuidado! no todas las flores son comestibles. Existen algunas especies tóxicas como la belladona, la cicuta, la flor de adelfa, la flor de berenjena o la dulcamara, entre otras. A pesar de que no existe mucha regulación al respecto, en Europa se consideran alimentos tradicionales (EFSA Journal 2016;14(11):4590) y, como tales, para poder ser usadas en alimentación deben cumplir ciertas características en cuanto a su composición química y la forma de cultivo (libres de pesticidas, herbicidas y fertilizantes no orgánicos), además de ser inocuas microbiológicamente. En cuanto al uso de plaguicidas, las flores comestibles deben seguir el Reglamento (CE) n°396/2005 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 23 de febrero de 2005 relativo a los límites máximos de residuos de plaguicidas en alimentos y piensos de origen vegetal y animal, el cual ha sido modificado por la EFSA en dos ocasiones para cambiar el nivel de residuo máximo de ametoctradina (fungicida) a 20 mg/kg y el de flonicamida (insecticida) a 6 mg/kg (EFSA Journal 2017;15(6):4869)

La imposibilidad de utilizar pesticidas y herbicidas, unido al carácter altamente perecedero de las flores comestibles, hacen que este producto tenga una vida útil corta y que durante su cultivo, preparación y envasado haya que cuidar hasta el mínimo detalle. La temperatura es uno de los factores que más afecta a la calidad de la flor, existiendo necesidades diferentes entre especies. En general, la refrigeración alarga la vida útil del producto, pero algunas especies pueden ser sensibles al frío. Otro factor a considerar es la reducción de la transpiración para evitar pérdidas por deshidratación. La alta relación entre la superficie y el volumen de la flor y la cutícula delgada de los pétalos, la hace altamente susceptible a la pérdida de agua. Así mismo será importante el envasado, que deberá ser rígido, similar al de las fresas y otros productos delicados y altamente perecederos.

Ya existen empresas que cultivan, preparan y envasan flores para uso en gastronomía. ¿Eres una de ellas? ¿Necesitas ampliar tu cartera de productos, mejorar el rendimiento de tu proceso, cambiar el envase o aumentar la vida útil de tu producto? En CARTIF podemos ayudarte, contáctanos.

Y, si no estás interesado en la florifagia a nivel empresarial, desde CARTIF te animamos a elaborar tu propio menú floral y a que disfrutes de él. ¡Buen provecho!